En el plácido atardecer de otoño mi alma estaba más pegada a las nubes oscuras que a los rayos de sol jugando entre la incipiente tormenta. Hay días complicados y otros tan difíciles que el agobio cala hasta la médula, el mío era del segundo tipo.
Cuando las tormentas parecen no tener fin y la lluvia pasa de bendición a inundación -y lo mismo pasa en el alma- cuesta encontrar un punto de anclaje para la esperanza. Como tratar de clavar (justamente) un mojón en terreno inundado, el suelo no puede retenerlo en pie.
Salí al jardín -normalmente sólo hacerlo me trae descanso interno-, el verde me conecta al cielo, el cielo me conecta al Creador… pero esa tarde costaba encontrar significado.
Miré alrededor sin lograr saciarme de esperanza, el gris dominaba… y entonces oí. El pequeño y aislado sonido empezó a magnificarse trayendo en un ramalazo mil recuerdos de una infancia dorada y un tiempo feliz. Recién entonces, al reconocer el canto, mi alma empezó a salir del agrisado letargo: una calandria visitaba mi jardín.
Levanté los ojos con una nueva consciencia despierta y activa, y fue de pronto como si todo el paisaje hubiera cambiado: vi cada uno de los claroscuros del sol jugando con las nubes, había encontrado un sentido para la esperanza: no importa cuánto dure la tormenta el sol siempre volverá.
“Sólo en Dios halla descanso mi alma, de él viene mi esperanza”. Salmos 62:5
Texto: Edith Gero
Imagen: Once upon a time by Aliertrk/vía www.bancodeimagenesgratis.com